Esa mujer era tan gorda que hacía tiempo había dejado de llamarse a sí misma mujer. Su cuerpo era realmente grotesco, tan grotesco que llamaba la atención de curadores de arte. La filosofía le tenía reservado un lugar en sus reflexiones de fealdad y la ciencia esperaba con ansía el momento de poderla estudiar. Era fea, no había duda, tan fea que sólo las enfermedades la seguían sin recato. Algún teórico afirmaba con certeza que entre tanta masa alguna vez había existido una humana. Los marxistas la veían como un claro ejemplo de la explotación de los hombres por la gula y en la microhistoria simplemente no cabía. ¡Carajo! Soy realmente gorda. Se decía mientras se miraba al espejo y se tocaba sin pudor sus grandes lonjas, sus enormes cachetes. ¡Carajo! ¿Qué soy? Se preguntaba mientras, ahogada en libros, concluía sin éxito su búsqueda en la historia. ¡Tanta era su gordura que se volvió el único centro de discusiones del círculo anoréxico regional! (¡Círculo anoréxico!) ¡Cuánto comerá! Se preguntaban las flacuchas arrogantes con desprecio que escondía envidia y frustración. ¿Dónde comprará su ropa? ¿Será virgen? ¡Claro que sí!, refunfuñaba alguna, ¿quién querrá siquiera tocarla! ¡Qué asco! La gorda las miraba, con sus rostros pálidos y sus huesos casi expuestos, alimentándose de odio que vomitaban en comentarios ofensivos. Las miraba y decía: si la ciencia fuera ciencia, Dios una divinidad y el comunismo científico una realidad, yo podría, por qué no, repartir mi grasa entre esas 10 y así volverme flaca, mi gordura no sería gordura si mis grasas fueran compartidas. Todas tendríamos mejillas rosadas y vestiríamos igual. Ya no sería el centro de duda, sólo sería igual que ellas. Ellas serían iguales a mí. Las remiró entonces y sintió náuseas por lo que acababa de concluir. Entonces, se imaginó tan gorda y tan distinta que sintió un dejo de placer y de orgullo. Por primera vez, la gorda se miraba bien.
domingo, 10 de febrero de 2019
El Tocadiscos
Todas
las mañanas, desde tres semanas atrás, trabajaba en su plan de venganza.
Afinaba cada detalle, proyectaba el impacto de su arma, el tiempo de muerte y
el grado de dolor que en ese cuarto se viviría. Imaginaba ese pequeño espacio
decorado de la sangre de su víctima. Su sonrisa macabra evidenciaba el disfrute
de la escena imaginada. No hacía más que repasar una y otra vez estos pensamientos.
Llevaba ya casi un mes desde que la pesadilla comenzó. La misma canción, una y
otra vez, de día y de noche, sin descanso, se reproducía en la habitación
contigua. En los primeros días, él había intentado todo lo decente posible:
llamó a la puerta, tocó la pared, habló con el portero; hasta trató, por la
desesperación, privar de electricidad al edificio entero. Nada le sirvió, las
semanas pasaban, el ruido no cesaba y parecía ser el único al que molestaba.
El primer día, de la cuarta semana, a las 3 de la mañana, no pudo más y decidió actuar. Desde su balcón miró la ciudad, sumida entre tanta obscuridad, tiró el cigarrillo que lo acompañaba, entró en su habitación, arrancó de la pared su viejo rifle Winchester 1894, lo atascó de balas y salió de la habitación. Su nivel de locura habían dejado atrás la desesperación. Así, en lugar de un vulgar arribo, decidió comenzar la venganza con elegancia. Llegó a la puerta de la susodicha, tocó amablemente, una, dos, tres veces. Nada. Volvió a tocar una cuarta, quinta y... de golpe, lentamente, la puerta se abrió.
Dentro, la soledad reinaba; en el pequeño recibidor, en un mueble viejo, el tocadiscos infernal giraba sin piedad. La ira que embargó al maniático acabó con cualquier elegancia previamente planeada. Apuntó su rifle al objetivo y disparó sin piedad. El tocadiscos había desaparecido y ¡por fin el silencio había vuelto!, pero la paz, esa que le fue robada hace más de tres semanas, no llegaría hasta que la causante pagará con su vida. Bruscamente, entró al dormitorio y miró las figuras finas de una dama dormitar bajo las sábanas de la cama. Tras la intromisión, ésta ni se inmutó. Había tanta calma en ese espacio, tanta vulnerabilidad, que el asesino pensó que, en ese momento, no habría nada más poético y erótico que destrozar ese cuerpo al calor de balas bañadas de odio. Sin más, descargó el resto del arma en la víctima soñadora. Entre carcajadas psicóticas, miró como la silueta femenina iba perdiendo forma y se convertía en trozos de ser, deformes y sangrientos. Cuando el arma quedó vacía, el silencio de la muerte de nuevo reinó. El asesino, después de media hora admirando su obra, se dispuso a regresar a su habitación. Era hora de dormir de nuevo, entre soledad y silencio.
Mucho menos eufórico, se dispuso a salir cuando, en el baño de la recámara escuchó un ruido extraño. Se acercó a él y pudo notar cómo alguien se movía dentro. Las sombras que se asomaban del pequeño espacio libre entre la puerta y el piso no mostraban más. Preso de la duda, tocó la cerradura y abrió la habitación. En la bañera, tras la cortina, se podía ver el contorno de una mujer desnuda: esas tetas, las pronunciadas caderas, un pelo largo, estatura mediana. Al observar esa figura, un sentimiento de familiaridad lo embargó. Dejó el rifle recostado en la pared de la pequeña habitación e instintivamente la cortina corrió. Vio a la mujer frente a él, mostrándole su desnudez e invitándolo a tocar su cuerpo. El deseo lo consumió; la venganza, el asesinado, todo se borró de su mente. Tomó bruscamente a la sensual dama, poseyó sus formas con la desesperación del sediento en medio del desierto que encuentra agua para calamar sus ansias. La cargó y la llevó a la recámara, la recostó en la cama, miró como ésta se contoneaba de placer y suplicaba que él la trepara. El asesino, con desesperación, bajó su cierre, descubrió su miembro erecto, colocó a la dama de espaldas y la montó sin mayor sutileza. Entre gemidos de placer y movimientos salvajes, descargó su pasión en ella. La tremenda eyaculación le obligó a cerrar los ojos y perderse en el inconmensurable placer. Al abrirlos de nuevo, aún dentro de la dama, con las manos prendadas en sus caderas, escuchando todavía gemiditos de satisfacción, miró la pared; las luces que efímeramente entraban de la calle le mostraron una leyenda que le consumió de terror: "tranquilo, esto te va a gustar". De pronto, la canción que lo torturó durante semanas volvió a sonar, incluso más fuerte que antes. Las caderas que apretaba se volvieron viscosas y un olor putrefacto dañó su sentido del olfato.
Entonces, una avalancha de recuerdos lo invadió. Se miró a sí mismo entrando sin permiso a ese departamento ajeno; se recordó prendiendo el tocadiscos para evitar que lo que fuera a hacer se descubriera en el exterior; se miró sacando a la mujer del baño y poseyendo su cuerpo mojado; recordó que, lejos del placer, la fémina se resistía sin cesar. Escuchó sus propias palabras prometer amor y fidelidad. "Tranquila, esto te va a gustar", decía repetitivamente, mientras apretaba el cuello de la dama, la desgarraba sin piedad y observaba con satisfacción el llanto y dolor incontenibles de aquella mujer.
Preso del pánico, el asesino miró hacia abajo. No había caderas hermosas ni senos prominentes, con asco observó que había poseído restos de carne y huesos putrefactos. Se los quitó de encima como pudo, con desesperación, con rudeza. Entre pánico y locura, giró bruscamente y, allí parada, frente a él, estaba la muerta carcomida por gusanos. Endemoniada le sonrió, se hincó ante él y su pene mordió. Después se reincorporó, tomó del cuello sin piedad al varón petrificado y lo dirigió hacia una navaja de acero con funciones de perchero clavada en la pared. Le dijo: "ahora sí, siempre me serás fiel". Con una fuerza inusitada para un cuerpo femenino pútrido, levantó al asesino y, sin mayor complicación, de la nuca lo clavó. De esa forma, su insana vida acabó.
Una semana después, las autoridades descubrieron dos cadáveres. Una mujer en el baño, tenía poco más de un mes de muerta. Los peritos determinaron que fue brutalmente violada y asfixiada. En la recámara, colgado de la pared, estaba el cadáver de un varón, con una semana de muerto; tenía el pantalón abajo y el miembro amputado. Hasta la fecha, nadie sabe cómo llegó allí. Lo más raro del asunto, es que en la autopsia, en la tráquea de la mujer, se encontró el pene roído del muerto. En el recibidor de dicha habitación un tocadiscos yacía destrozado por las balas de un Winchester que fue hallado en el baño; en la recámara, la cama también estaba bañada en balas. El desconcertante caso se cerró con esta vana explicación: necrofílico sadomasoquista se amputa miembro viril y lo introduce en la tráquea de su víctima, a quien asesinó un mes antes. Sin respuesta alguna para la forma en la que encontraron al varón colgado, el caso quedó prácticamente en el olvido, aunque, los vecinos cuentan que, de vez en cuando, por temporadas, a las 3 de la mañana, escuchan una misma canción.
El primer día, de la cuarta semana, a las 3 de la mañana, no pudo más y decidió actuar. Desde su balcón miró la ciudad, sumida entre tanta obscuridad, tiró el cigarrillo que lo acompañaba, entró en su habitación, arrancó de la pared su viejo rifle Winchester 1894, lo atascó de balas y salió de la habitación. Su nivel de locura habían dejado atrás la desesperación. Así, en lugar de un vulgar arribo, decidió comenzar la venganza con elegancia. Llegó a la puerta de la susodicha, tocó amablemente, una, dos, tres veces. Nada. Volvió a tocar una cuarta, quinta y... de golpe, lentamente, la puerta se abrió.
Dentro, la soledad reinaba; en el pequeño recibidor, en un mueble viejo, el tocadiscos infernal giraba sin piedad. La ira que embargó al maniático acabó con cualquier elegancia previamente planeada. Apuntó su rifle al objetivo y disparó sin piedad. El tocadiscos había desaparecido y ¡por fin el silencio había vuelto!, pero la paz, esa que le fue robada hace más de tres semanas, no llegaría hasta que la causante pagará con su vida. Bruscamente, entró al dormitorio y miró las figuras finas de una dama dormitar bajo las sábanas de la cama. Tras la intromisión, ésta ni se inmutó. Había tanta calma en ese espacio, tanta vulnerabilidad, que el asesino pensó que, en ese momento, no habría nada más poético y erótico que destrozar ese cuerpo al calor de balas bañadas de odio. Sin más, descargó el resto del arma en la víctima soñadora. Entre carcajadas psicóticas, miró como la silueta femenina iba perdiendo forma y se convertía en trozos de ser, deformes y sangrientos. Cuando el arma quedó vacía, el silencio de la muerte de nuevo reinó. El asesino, después de media hora admirando su obra, se dispuso a regresar a su habitación. Era hora de dormir de nuevo, entre soledad y silencio.
Mucho menos eufórico, se dispuso a salir cuando, en el baño de la recámara escuchó un ruido extraño. Se acercó a él y pudo notar cómo alguien se movía dentro. Las sombras que se asomaban del pequeño espacio libre entre la puerta y el piso no mostraban más. Preso de la duda, tocó la cerradura y abrió la habitación. En la bañera, tras la cortina, se podía ver el contorno de una mujer desnuda: esas tetas, las pronunciadas caderas, un pelo largo, estatura mediana. Al observar esa figura, un sentimiento de familiaridad lo embargó. Dejó el rifle recostado en la pared de la pequeña habitación e instintivamente la cortina corrió. Vio a la mujer frente a él, mostrándole su desnudez e invitándolo a tocar su cuerpo. El deseo lo consumió; la venganza, el asesinado, todo se borró de su mente. Tomó bruscamente a la sensual dama, poseyó sus formas con la desesperación del sediento en medio del desierto que encuentra agua para calamar sus ansias. La cargó y la llevó a la recámara, la recostó en la cama, miró como ésta se contoneaba de placer y suplicaba que él la trepara. El asesino, con desesperación, bajó su cierre, descubrió su miembro erecto, colocó a la dama de espaldas y la montó sin mayor sutileza. Entre gemidos de placer y movimientos salvajes, descargó su pasión en ella. La tremenda eyaculación le obligó a cerrar los ojos y perderse en el inconmensurable placer. Al abrirlos de nuevo, aún dentro de la dama, con las manos prendadas en sus caderas, escuchando todavía gemiditos de satisfacción, miró la pared; las luces que efímeramente entraban de la calle le mostraron una leyenda que le consumió de terror: "tranquilo, esto te va a gustar". De pronto, la canción que lo torturó durante semanas volvió a sonar, incluso más fuerte que antes. Las caderas que apretaba se volvieron viscosas y un olor putrefacto dañó su sentido del olfato.
Entonces, una avalancha de recuerdos lo invadió. Se miró a sí mismo entrando sin permiso a ese departamento ajeno; se recordó prendiendo el tocadiscos para evitar que lo que fuera a hacer se descubriera en el exterior; se miró sacando a la mujer del baño y poseyendo su cuerpo mojado; recordó que, lejos del placer, la fémina se resistía sin cesar. Escuchó sus propias palabras prometer amor y fidelidad. "Tranquila, esto te va a gustar", decía repetitivamente, mientras apretaba el cuello de la dama, la desgarraba sin piedad y observaba con satisfacción el llanto y dolor incontenibles de aquella mujer.
Preso del pánico, el asesino miró hacia abajo. No había caderas hermosas ni senos prominentes, con asco observó que había poseído restos de carne y huesos putrefactos. Se los quitó de encima como pudo, con desesperación, con rudeza. Entre pánico y locura, giró bruscamente y, allí parada, frente a él, estaba la muerta carcomida por gusanos. Endemoniada le sonrió, se hincó ante él y su pene mordió. Después se reincorporó, tomó del cuello sin piedad al varón petrificado y lo dirigió hacia una navaja de acero con funciones de perchero clavada en la pared. Le dijo: "ahora sí, siempre me serás fiel". Con una fuerza inusitada para un cuerpo femenino pútrido, levantó al asesino y, sin mayor complicación, de la nuca lo clavó. De esa forma, su insana vida acabó.
Una semana después, las autoridades descubrieron dos cadáveres. Una mujer en el baño, tenía poco más de un mes de muerta. Los peritos determinaron que fue brutalmente violada y asfixiada. En la recámara, colgado de la pared, estaba el cadáver de un varón, con una semana de muerto; tenía el pantalón abajo y el miembro amputado. Hasta la fecha, nadie sabe cómo llegó allí. Lo más raro del asunto, es que en la autopsia, en la tráquea de la mujer, se encontró el pene roído del muerto. En el recibidor de dicha habitación un tocadiscos yacía destrozado por las balas de un Winchester que fue hallado en el baño; en la recámara, la cama también estaba bañada en balas. El desconcertante caso se cerró con esta vana explicación: necrofílico sadomasoquista se amputa miembro viril y lo introduce en la tráquea de su víctima, a quien asesinó un mes antes. Sin respuesta alguna para la forma en la que encontraron al varón colgado, el caso quedó prácticamente en el olvido, aunque, los vecinos cuentan que, de vez en cuando, por temporadas, a las 3 de la mañana, escuchan una misma canción.
Un embrujo para el príncipe
Extraño caso el que voy a platicar. Iba un príncipe, de sangre azulada,
tipo con nobleza ordinaria y deseos predecibles, ¡qué más da! Caminaba y
caminaba sin parar, esperando a la dulce doncella topar. Encontrola por fin, en
un paraje, presa en una torre y vigilada por un enorme dragón: Fresca, cándida
y jovial, la doncella lo miró y una sonrisa estudiada de bella dama le regaló.
¡Qué emoción! Pensó el príncipe. ¡Cumple a la perfección!... Presto a salvarla
estaba cuando cínica carcajada a lo lejos oyó. Indignado se viró para ver quién
lo ofendió. ¡Tremendo escalofrío sintió! Era una bruja burlona, que poco
toleró la conmovedora escena y a
carcajadas, en el suelo, se retorció. El príncipe, enojado, empuñó su sable y
en posición de ataque avanzó. La bruja, que no era tonta, se levantó.
Predecible, el noble caballero el ataque emprendió. ¿Quién lo diría? Bastó con
una mirada de la bruja malvada, para que todo en él revolucionara. El príncipe
huyó desarmado y la bella doncella sola y presa quedó.
Ya en el castillo, la corte imperial se reunió. El príncipe tenía que
saber qué hechizo le había proferido la bruja malvada. Manual tras manual
volaban: "Diabólicas torturas", "Almanaque de maléficos hechizos
de toda la historia", "Alquimia para profesionales". ¡Ah! ¡Los
meses pasaban y nada! Ninguna respuesta. El príncipe enfermó y en cama cayó. De
la doncella ni rastro en su recuerdo quedó, pero la bruja cada noche apareció.
No era real, pero no la podía evitar. Sueño tras sueño de él se apoderó. Una
noche lluviosa, con aire alarmante, pero brisa refrescante, ella llegó. Se
sentó en su regazo y con ternura lo acarició. Después de un beso cálido, él
entendió: no se trataba de un embrujo macabro, sólo era amor.
Amor a distancia
Fuera de
casa, frente a la ventana de mi cuarto, me gustaba mirarlo. Veía
cómo curioseaba entre mis cosas, hojeaba mis libros, olfateaba mi ropa,
acariciaba mi cama y miraba hacia la puerta, esperando mi llegada. Triste y
exhausta, entraba a mi habitación sabiendo que allí no encontraría nada. ¡Ojalá
viviéramos en la misma dimensión!
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Crónica de una ineptitud que mata. El caso de Rubí Escobedo
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