domingo, 10 de febrero de 2019

Teoría de la gordura

Esa mujer era tan gorda que hacía tiempo había dejado de llamarse a sí misma mujer. Su cuerpo era realmente grotesco, tan grotesco que llamaba la atención de curadores de arte. La filosofía le tenía reservado un lugar en sus reflexiones de fealdad y la ciencia esperaba con ansía el momento de poderla estudiar. Era fea, no había duda, tan fea que sólo las enfermedades la seguían sin recato. Algún teórico afirmaba con certeza que entre tanta masa alguna vez había existido una humana. Los marxistas la veían como un claro ejemplo de la explotación de los hombres por la gula y en la microhistoria simplemente no cabía. ¡Carajo! Soy realmente gorda. Se decía mientras se miraba al espejo y se tocaba sin pudor sus grandes lonjas, sus enormes cachetes. ¡Carajo! ¿Qué soy? Se preguntaba mientras, ahogada en libros, concluía sin éxito su búsqueda en la historia. ¡Tanta era su gordura que se volvió el único centro de discusiones del círculo anoréxico regional! (¡Círculo anoréxico!) ¡Cuánto comerá! Se preguntaban  las flacuchas arrogantes con desprecio que escondía envidia y frustración. ¿Dónde comprará su ropa? ¿Será virgen? ¡Claro que sí!, refunfuñaba alguna, ¿quién querrá siquiera tocarla! ¡Qué asco! La gorda las miraba, con sus rostros pálidos y sus huesos casi expuestos, alimentándose de odio que vomitaban en comentarios ofensivos. Las miraba y decía: si la ciencia fuera ciencia, Dios una divinidad y el comunismo científico una realidad, yo podría, por qué no, repartir mi grasa entre esas 10 y así volverme flaca, mi gordura no sería gordura si mis grasas fueran compartidas. Todas tendríamos mejillas rosadas y vestiríamos igual. Ya no sería el centro de duda, sólo sería igual que ellas. Ellas serían iguales a mí. Las remiró entonces y sintió náuseas por lo que acababa de concluir. Entonces, se imaginó tan gorda y tan distinta que sintió un dejo de placer y de orgullo. Por primera vez, la gorda se miraba bien.

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